A veces sucedía la magia, y mis padres decidían regalarme una tarde fuera de casa, de merendola y sesión de cine. Pudo ser el día de la fotografia.
Aún recuerdo el vestíbulo del cine Imperial, aquel pequeño tramo de escaleras que eran la promesa de que me acercaba al mayor disfrute que podía tener, el mayor gozo en el que ya estaba...
Sobre las puertas de entrada, según salías, podías ver el cartel de las próximas proyecciones, como una promesa de un nuevo sueño que se haría realidad muy pronto. Como olvidar aquellas películas de Disney, Robin Hood, Los Rescatadores, El Abismo Negro, Los Tres Caballeros, o como reza en la marquesina de la fotografía, La Isla del Fin del Mundo.
Al día siguiente, la emoción se convertía en juegos con los compañeros del colegio, o tomaba cuerpo en un incomparable espacio, como “el redondel”, un viejo alcorque que había (todavía está…) en el patio de la casa de mis padres en Castro de Oro, y donde compartía con Pablo, con Michel y con Toñete aquellas primeras impresiones que tenían más que ver con la imaginación infantil que con la experiencia cinematográfica.
Lo que nos parecía imposible sucedió: la programación infantil del cine Imperial dio paso a una más comercial y standard terminando la década de los setenta y empezando la siguiente. Y un poco más tarde, apenas lo que duraba el intermedio entre los cortos y la película, el cine desapareció engullido por los comercios de la Gran Vía. Ojalá se hubiera convertido en un teatro…
Hoy en día es una enorme tienda de ropa de baja calidad donde las muchachas compran camisetas de Los Ramones sin saber quiénes son. A veces, en los vestidores se escuchan ecos, como fantasmas sonoros del pasado, proyecciones suspendidas en el ambiente, de vikingos, de astronautas, de intrépidos ratones o de astutos ladrones de buen corazón, que si alguna de esas muchachas llega a escuchar jamás reconocerá y confundirá con el estruendo del ambiente, ya que nunca han visto alguna de aquellas películas que entretuvieron nuestra niñez.