“A Nati, mi madre”
Siempre me he preguntado por
qué unas comidas nos gustan y otras no, o la misma comida no gusta de la misma
forma a distintas personas, o, incluso, por qué un sabor deja de gustarnos en
algún momento de la vida y, por el contrario, descubrimos en un momento dado
que algún alimento, ahora nos entusiasma.
Sí, ya sé que hay cientos de
estudios sobre la percepción, sobre los sentidos, acerca de nuestras papilas
gustativas y nuestra pituitaria. Son interesantísimos los trabajos sociológicos
de los alimentos, y recuerdo que me entusiasmo la lectura de “Bueno
para comer; enigmas de alimentación y cultura” de Marvin Harris. Pero la teoría que tengo al respecto, bueno, no mía
sino con la que estoy de acuerdo, es la conexión que hay entre el sabor de la
comida y la felicidad, expresada sabia y poéticamente, por ejemplo, por Antonio Gala en el relato “Mejillones” o Joaquín Sabina en la canción “Pero
qué hermosas eran”
Uno de mis primeros recuerdos
es el patio que tenía la casa de mis padres. Un solar entre cuatro bloques de
domicilios de un barrio obrero, donde los niños formábamos pandillas y hacíamos
de aquel espacio una isla desierta por conquistar, un palacio asediado o un
páramo de un planeta lejano.
La ventana de la cocina donde
mi madre trajinaba daba a este patio, y le proporcionaba –y a las madres de mis
amigos también- la tranquilidad de tenernos a la vista, mientras nosotros
disfrutábamos de nuestros juegos infantiles, ese ratito que robábamos entre la
salida del colegio y la hora de la comida. Todavía quedaba lejos la calle, alejarse
del hogar.
También facilitaba que
estuviéramos siempre disponibles a la llamada materna. Nunca podré olvidar la
voz de mamá desde la ventana diciendo -¡Quique!- No había que preguntarse más ni
dudar un momento; todo estaba dispuesto, la mesa puesta y había llegado la hora
de comer. Aunque con cierta reticencia, porque significaba que iba llegando la
tarde y había que volver al “cole”, no podíamos tardar. Y llegar a casa después
del juego, siempre suponía que tenía asegurado un festín, alguna delicia con la
que mi madre me regalaba el paladar, seguro.
Mamá era una mujer muy de su
casa, me encantaba como cocinaba. Hija de una época en la que dedicarse a las
tareas domésticas y no trabajar fuera de casa era muy habitual, incluso entre
mujeres jóvenes. Tenía los estudios básicos, pero era muy avispada, y de una
habilidad especial para la administración de la casa. Me inculcó valores
esenciales y procuró siempre que yo fuera bueno, aunque no siempre lo
consiguió.
Amaba por encima de todas las
cosas a mi padre. Acompañarle en sus actuaciones, formar parte de las compañías
donde cantaba, e incluso alguna vez, colaboró
en alguna de ellas, estando en el coro, haciendo figuración o ayudando
en la sastrería. Más tarde, cuando hice del teatro también mi profesión, le
encantaba igualmente venir a verme cantar. Acompañarme en el camerino y
presumir con los compañeros de “mamá del artista”.
Era tierna, celosa de sus
sentimientos y dada a las demostraciones de cariño, Le costaba hacer regalos
sin un motivo justificado, pero cuando lo hacía intentaba agradar al agasajado,
aunque siempre ajustaba el precio de sus gastos…
Recuerdo el primor con que
cuidaba sus manos. Todas las tardes, una vez terminada la tarea, se arreglaba
cuidadosamente para pasear, o ir a buscar a mi padre al teatro, o pasar un rato
con las esposas de otros cantantes. Y siempre procuraba al salir de casa,
untarse un poco crema Nivea para suavizar las manos, cansadas de tanto cacharro en la
cocina, de tanta limpieza, y casi siempre perfumadas de lejía. Nunca olvidaré
ese olor.
Tenía una acentuada
sensibilidad que le hizo sufrir mucho en la vida. Tanto en su relación
sentimental con mi padre, como en el trato con los amigos, o la familia. Con un
gran sentido de la equidad, que acentuaba cualquier menosprecio que recibiese,
aunque fuera involuntario.
En nuestra turbulenta relación
familiar padre-madre-hijo (esto daría
para un libro entero…), logré algo que había creído imposible. Los dos últimos
años que vivió conseguí que estableciésemos una “relación civilizada” con mi
padre y su segunda esposa. Llegaron incluso a visitar, estando ya mamá muy
enferma, su casa, y pasar una tarde merendando con ella y conmigo. Muestra de su ternura y su enfebrecido romanticismo
es que lo último que le dijo a mi madrastra fue –Cuídalo por mí- refiriéndose a
mi padre, claro. Es una verdadera lástima, y quizá uno de mis mayores fracasos, que aquellos desvelos por mantener esa familia unida terminasen en nada, y ahora que me faltan los dos, tengo claro que no se puede obligar a nadie a querer, y que hasta las relaciones familiares pueden ser tóxicas si no se purgan todos los conflictos del pasado.
No dejo de pensar en ella. Y
no puedo evitar que se asome a mis
labios una sonrisa, porque aunque la extrañe como a nada en la vida, su
recuerdo me llena de felicidad y me obliga a intentar que se sintiera orgullosa
de mí. Otra cosa que no estoy seguro de conseguir.
Ya hace cinco catorce que nos
dejó. Aquel día estuvo rodeada de un puñado de gente que la queríamos, y una de
sus últimas miradas fue con especial cariño a su cuñado, el esposo de su
hermana Tere; mi querido tío Julián, del que yo siempre sospeché que estuvo un
poco enamoriscada… En mi torpeza y nerviosismo procuré que tuviera una buena
muerte, que sufriera lo menos posible, y la susurré que debía marchar en paz.
Creo que lo consiguió, y aunque no creo en lo sobrenatural me gusta pensar que,
de alguna forma, me acompaña y me cuida. Su memoria al menos lo hace.
Conservo infinidad de
recuerdos, os lo podéis imaginar, todos tenemos madre…. Y me gusta potenciar
los buenos y los alegres, y obviar los menos agradables, que son muy pocos.
Pero si la felicidad tuviera forma, muy probablemente sería aquel patio de la
calle Castro de Oro, la panda que formábamos
Pablo, Michel, Josete y yo jugando a la batalla de “La Isla del Fin del
Mundo” y en medio de una escaramuza, la voz de mamá avisándome de la hora del
rancho. Subir corriendo la escalera, con
la ropa llena de polvo, y después de una mirada de dulce regaño escuchar: –Anda
Quique, que hoy te he hecho la comida que más te gusta-
Ya sabéis cual es, ¿no?
© Enrique R. del Portal, 2013-2022.
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