viernes, 1 de julio de 2022

La guerra del abuelo Carlos

Ahora que recalo en Málaga con la gira de La Bella y la Bestia, recuerdo el orgullo con que mi abuelo Carlos, el padre de mi padre, nos hablaba a los nietos,  de su –y nuestro- apellido, Ruiz del Portal. Parece ser que es de origen sevillano, y es en estas dos ciudades, en la que más se encuentra este apellido, aunque hay unas bodegas en Logroño que también llevan nuestro nombre.
Recuerdo aquellas reuniones dominicales de la familia, en casa de los abuelos, y como Carlos nos enseñaba los recortes de un viejo suplemento del ABC, en el que se veía al general Primo de Rivera con su primer gabinete de gobierno, y en el que destacaba la figura del general de caballería Ruiz del Portal. No tuvo mi abuelo una preparación superior, como tantos españoles de su generación, ni destacó por sus convicciones políticas, aunque era más progresista que conservador, pese a ser católico. Y tenía más afecto a la república que al movimiento. Pero leyó mucho, y se relacionó con figuras importantes del teatro y la cultura desde su banqueta de limpiabotas.
Algunos años después, mientras me encontraba realizando el servicio militar, tuve que solicitar los servicios del hospital de campaña, por la heroica herida de guerra de haberme quemado por el sol, mientras realizaba la instrucción… El caso es que en el botiquín me atendieron, y al pedirme mis datos y decir mi nombre, el cabo primero sanitario me miró con sorpresa y me dijo: -¿Tú te apellidas Ruiz del Portal?, pues debemos ser primos, porque yo también soy Ruiz del Portal, me llamo Carlos.- -Como mi abuelo-, le contesté. Y comenzamos a buscar algún familiar común, o alguna rama que nos uniese. Aunque no lo encontramos, resultó que él, en su Málaga natal, había oído hablar del tío Carlos, que se fue a Madrid y se casó con Adela, mi abuela.
Esta feliz coincidencia, me valió un par de días de baja en el botiquín, que causaron mucha envidia en mis compañeros que seguían sufriendo la canícula de julio en Colmenar Viejo, mientras entrenaban sus dotes marciales. Y que yo aproveché para contarle a mí “primo” una de las anécdotas de guerra que conservaba del abuelo Carlos:
Después del alzamiento nacional de 1936, muchos militares sublevados, y algunos sospechosos de serlo, fueron encarcelados. En algunos casos de forma arbitraria e ilegal, y en otros, un poco más formalmente. Entre estos últimos se encontraba el teniente Torrijos, que sin ser un fascista convencido, había levantado las sospechas de haberse sublevado por sus críticas a la situación que sufría la República. Dado que no había una infraestructura adecuada para encerrar a todos estos militares, se les retenía en calabozos improvisados en comisarías, e incluso en hospitales, y le encargaban en ocasiones a algún civil, que se encargase de traerles alguna comida una o, como mucho, dos veces al día. Y fue mi abuelo Carlos, el encargado de llevar al teniente Torrijos y sus compañeros de celda algún sustento diario. Al poco tiempo, dado el carácter extrovertido de mi abuelo, y su bonhomía natural, ya recibía el amistoso apelativo de Carlitos, y mantenía entretenidas conversaciones con Torrijos y el resto de retenidos.
Un día, probablemente influido por su afición al vino, el abuelo apareció en la improvisada prisión con su guitarra. Y para solaz de los presos, les entretuvo con canciones e incluso enseñando a tocar a los más animados. Y así pasaron los meses que estuvieron entre rejas, más o menos nutridos y algo entretenidos.
Antes de que las tropas nacionales entrasen en Madrid, aquel grupo de presos fue trasladado y el abuelo Carlos no supo de ellos. Volvió a su trabajo habitual, en el café donde cada vez había menos parroquianos a los que limpiar los zapatos, y lo alternaba con la albañilería; siempre nos recordaba que había participado en la construcción del edificio de la Carrera de San Gerónimo, nº 36, que ahora ocupan dependencias del Congreso,  y como mi padre le llevaba la comida, andando desde Cuatro Caminos.
Terminada la guerra, el abuelo Carlos fue detenido y encarcelado. Aunque no había sido un republicano activo, tampoco había mostrado adhesión al movimiento, y dio con sus huesos en una cárcel en la que, como estaba ocurriendo en toda España, se hacía listas diarias de presos que eran fusilados;  las sacas.
Elaborando una de estas sacas, un teniente se fijó en un apellido poco usual que le llamaba la atención, pero no terminaba de ubicar, y bajó a las celdas, a ver a quien pertenecía ese nombre que tanto le sonaba. – ¡Pero Carlitos! ¿Qué haces tú aquí?- Ya ve usted, mi teniente, cosas de la guerra…- Imagino que el teniente Torrijos sonrió para sus adentros y recordó los ranchos que traía Carlitos, y los improvisados recitales de guitarra que entretuvieron su estancia en la comisaría madrileña, porque el caso es que el nombre de Carlos Ruiz del Portal Gutiérrez, fue tachado de cada saca que llevaba a los demás presos a un ignominioso final. Y fue excarcelado en algo menos de un año. No sé si podemos llamarlo justicia divina, o poética; prefiero pensar que la humanidad y el sentido común, se impusieron a los deseos de revancha y a la furia contra el enemigo que campaban en aquellos días.
El abuelo Carlos, terminó sus días en una modesta casita de la calle Oviedo, en el madrileño barrio de Cuatro Caminos. Contando a sus nietos anécdotas de la guerra, a veces terribles y a veces amables, y presumiendo de su amistad con las figuras a las que lustraba el calzado como Alfonso Paso, que llegó a regalarle una hermosa capa española. Murió viejo, quizá no tanto como hubiera podido, y es que su proverbial afición al vino terminó siendo incompatible con su hígado.
Siempre me he preguntado, si el teniente Torrijos echó algún trago de la bota del abuelo. Seguro que sí.

© Enrique R. del Portal, 2013



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