Se puede morir de amor;
Yo lo hago casi todos los días,
y si no, plácidamente me suicido,
pero a esa hora mágica y feliz de la tarde,
cuando la luz es tinta dorada y los edificios se derriten,
para no tener que trasnochar en la duda.
Entonces vuelvo a la que fuera mi casa,
caminando por el borde del llanto mismo,
encontrando un extraño escenario azul,
ataviado fuera de época.
Y ya no poseo nada,
no tengo nada más que una mochila de trapo,
que se abre y se vierte mientras camino,
para dejarme las tripas a la vista,
con el alma privatizada.
Continúo porque no recuerdo
que la cuesta de aquella calle
llegase tan aquí adentro;
tan lejos de entonces.
Y los adoquines me sonríen
entre caprichosos y corteses,
que se me escapa el aliento en este paseo de latidos,
en este latido pétreo,
en cada brizna de polvo ausente,
en esta imagen banal de momentos trascendentales.
Miro con repetida intensidad la ventana que quedó cerrada
después de que te fuiste,
para comprobar que allí habita sólo una borrosa copia
de tus huellas,
de tu rastro.
Lo confundo con tristeza que no es
hibridándome entre una sonrisa de dientes afilados
y la frivolidad de mentir.
Siguen tirando mis pies de mí,
hacia la esquina donde te esperé tan adolescente,
tan puro, tan impuro y tan solemne,
para que al final de todo no te me llegaras.
Ahora que ya he muerto tengo que volver
a lo de cada día,
a las risas y los espantos
de todo lo que sucede sin sentido,
a este teatro cada vez más pequeño
y por contra más vacío,
a este ya no salir el sol, a esta incertidumbre.
Escuchar, componer,
tal vez escribir para encontrarme un poco a mí mismo,
para justificar el rubor de no miraros a los ojos.
Tal vez huir, o vivir en la huida.
Entender porque Marta me reprocha
que siempre busco el mismo poema,
que siempre merodeo por la misma historia.
Porque así
se puede sujetar esta brillante ruina,
camuflar los años vestidos de otros años,
llenar el vacío de la luz con acordes apagados.
Se puede anestesiar está constante fuga de vida derramada.
Claro que se puede;
yo lo hago casi todos los días.
© Enrique R. del Portal, 2013
Yo lo hago casi todos los días,
y si no, plácidamente me suicido,
pero a esa hora mágica y feliz de la tarde,
cuando la luz es tinta dorada y los edificios se derriten,
para no tener que trasnochar en la duda.
Entonces vuelvo a la que fuera mi casa,
caminando por el borde del llanto mismo,
encontrando un extraño escenario azul,
ataviado fuera de época.
Y ya no poseo nada,
no tengo nada más que una mochila de trapo,
que se abre y se vierte mientras camino,
para dejarme las tripas a la vista,
con el alma privatizada.
que la cuesta de aquella calle
llegase tan aquí adentro;
tan lejos de entonces.
Y los adoquines me sonríen
entre caprichosos y corteses,
que se me escapa el aliento en este paseo de latidos,
en este latido pétreo,
en cada brizna de polvo ausente,
en esta imagen banal de momentos trascendentales.
después de que te fuiste,
para comprobar que allí habita sólo una borrosa copia
de tus huellas,
de tu rastro.
Lo confundo con tristeza que no es
hibridándome entre una sonrisa de dientes afilados
y la frivolidad de mentir.
hacia la esquina donde te esperé tan adolescente,
tan puro, tan impuro y tan solemne,
para que al final de todo no te me llegaras.
Ahora que ya he muerto tengo que volver
a lo de cada día,
a las risas y los espantos
de todo lo que sucede sin sentido,
a este teatro cada vez más pequeño
y por contra más vacío,
a este ya no salir el sol, a esta incertidumbre.
tal vez escribir para encontrarme un poco a mí mismo,
para justificar el rubor de no miraros a los ojos.
Tal vez huir, o vivir en la huida.
Entender porque Marta me reprocha
que siempre busco el mismo poema,
que siempre merodeo por la misma historia.
se puede sujetar esta brillante ruina,
camuflar los años vestidos de otros años,
llenar el vacío de la luz con acordes apagados.
Se puede anestesiar está constante fuga de vida derramada.
Claro que se puede;
yo lo hago casi todos los días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario