Ya he
comentado en alguna otra anécdota que estudié el bachillerato en el madrileño y
regio Instituto San Isidro que, por aquel entonces (estamos hablando de los
primeros años ochenta) conservaba gran parte del prestigio que tuvo. Había llegado ahí gracias a las gestiones que
hicieron en mi primer colegio, Virgen de Ronte, que era casi como una extensión
de casa y donde recibí un trato que recuerdo como cariñosísimo de los
profesores, y especialmente de la dueña y directora, Petra Maestro, que dedicó
junto a sus hijos, José y Maite, su vida a la enseñanza. Así que terminado mi
octavo de E.G.B. rellenaron la pertinente solicitud por mí y en septiembre de
1982 me planté en la Calle de los Estudios, y allí cursé B.U.P y C.O.U. hasta
1986.
Fueron años
de alegría, de juventud, de música, de amistad y de muchos amores. Recuerdo la
hora del recreo, un poco antes del mediodía, en que nos escapábamos a los
billares de San Millán, o a la desaparecida panadería del chaflán de Cascorro
con Duque de Alba, donde comprábamos las cuñas de chocolate o los chuscos de
pan que rellenábamos con fiambre de la charcutería de la esquina de enfrente. O
los improvisados conciertos de aquel taciturno muchacho del que no recuerdo el
nombre, que estaba un curso por encima del mío, y que tocaba la guitarra de
forma tan envidiable. Recuerdo a Gonzalo Martín, que vino conmigo del colegio,
y fue amigo y compañero durante los dos primeros cursos y del que luego perdí
la pista totalmente; a Gustavo Repullés, Ginés Hernández, Carlos Carralero, Antonio
González, Alberto Panadero, Mariano Sancho Blanco, Jorge Espinoso, Avelino
Casas, Salvador Victoria… y tantos otros.
No puede
decirse que fuese un buen estudiante, más bien al contrario. Me encantaba
perderme por el Madrid de los Austrias, por las callejas y las tabernas, emulando
a Galdós en lo ocioso. que no en lo literario. y me aplicaba lo justo para
sacar las asignaturas “por los pelos” y, aun así, no siempre lo conseguía, y en
más de una ocasión arrastraba alguna hasta septiembre. No llegué nunca a
repetir, mi pereza estudiantil remitía en ese último momento e hincaba los
codos un poco más para no quedar rezagado. A pesar de mi poco lustre académico,
guardo un cariñoso recuerdo de mis maestros; entre
los nombres que no he olvidado y que ya nombré en Magister et Amicus: René von
Aboult, excelente maestro multidisciplinar, que me inició en el interés por la filosofía;
Alfonso Bullón de Mendoza, Isabel Belmonte y Manuel Chaguaceda, con los que
estudié historia; Josefina Marqueríe, de dibujo; Mª Ángeles García Weruaga, que
confirmó mi vocación filosófica y me animó a estudiar la carrera; Carmen
Arróspide, que toleró con infinita paciencia mi poco talento para las ciencias
físicas; Elena Díaz Felipe, que consolidó mi amor por el Francés; Rosario
Aguado; que intentó con infinito optimismo, que nos entusiasmase Commentarii
de bello Gallico; Enrique Avilés, Fernando Fandiño, Antonio Romero y Rosario
Lozoya, que me impartieron lengua Española y Literatura, y despertaron el amor
que siento por las palabras; y Mª Ángeles Martin, que desde su cátedra de
Griego, me ayudó a comenzar la vida de adulto que tenía enfrente.
Recuerdo el
año de 3º, que el instituto pasó a ser mixto, y como las aulas y los pasillos
se llenaron de muchachas, lo que supuso un extra de alegría para las no ya poco
revueltas hormonas. Teresa, Eva, Raquel, Nieves, con qué facilidad me enamoraba…
En uno de esos proverbiales recreos, esta vez en el histórico claustro, en la puerta de lo que entonces era la cantina, estaba un día ya de final de curso, intentando declarar a Laura Gómez Román mis sentimientos hacia ella, y en ese momento me pareció una gran idea (iluso de mí) utilizar alguna frase romántica de una zarzuela que ilustrase tan decisivo momento y no se me ocurrió nada mejor que reinventar el final de la escena de Cándido y Gorgonia de La Revoltosa (que es bastante poco romántico) y le dije:
En uno de esos proverbiales recreos, esta vez en el histórico claustro, en la puerta de lo que entonces era la cantina, estaba un día ya de final de curso, intentando declarar a Laura Gómez Román mis sentimientos hacia ella, y en ese momento me pareció una gran idea (iluso de mí) utilizar alguna frase romántica de una zarzuela que ilustrase tan decisivo momento y no se me ocurrió nada mejor que reinventar el final de la escena de Cándido y Gorgonia de La Revoltosa (que es bastante poco romántico) y le dije:
Si no me quieres como quiero que me quieras
o no tiés corazón o lo tiés de bronce u peña.
Ni que decir tiene que,
aunque contuvo la risa de forma magistral, la muchacha no se sintió
especialmente cautivada por mi forma de intentar ligar y aquel proyecto de
romance no prosperó. Pero quiso la casualidad que presenciase la escena mi
profesor de matemáticas, Enrique de Vicente, que terminaba su café a puerta de
la cantina, y me pregunto, curioso, cómo es que yo conocía el texto de La Revoltosa.
Le conté que había escuchado zarzuela desde siempre en casa y que, de hecho, ya cantaba
en alguna compañía. A él, que era aficionado al género, le resultó extraordinario
que un muchacho de dieciséis años, alumno suyo, tuviese relación con la lírica, y que la
usase (aunque fuese de forma tan deslucida) para aquellos menesteres. Enseguida
me preguntó cuáles eran mis planes para el futuro, qué iba a estudiar y a qué
me iba a dedicar, a lo que respondí que no estaba seguro
–Algo de letras y, muy
probablemente, música y canto-.
Me miró fijamente durante
unos segundos, escrutando que había de verdad en lo que le estaba diciendo.
- ¿Nada relacionado con
las matemáticas, ni con la física ni con las ciencias? -,
- Seguro que no, lo
prometo-.
- Está bien, entonces
pasarás el examen de matemáticas-.
Unos días después nos dieron las notas de los
exámenes y, misteriosamente, aprobé el examen de matemáticas de 3º de BUP, con
un cuatro escaso; siempre he pensado que gracias a mi torpeza manejándome con
las chicas y, sobre todo, a los libretistas José López Silva y Carlos Fernández Shaw y a la afición a la
zarzuela de aquel profesor del San Isidro. Algunos años después, en una
conversación casual, me enteré de que Laura era sobrina de José Antonio Román,
contrabajista y compañero de infinidad de funciones y temporadas, sobre todo
con la Compañía Lírica Española de Antonio Amengual.
Y es que el mundo es un pañuelo, o mejor: un
sainete.
® Enrique R. del Portal, 2022
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