martes, 5 de julio de 2022

Ecuaciones y La Revoltosa.

Ya he comentado en alguna otra anécdota que estudié el bachillerato en el madrileño y regio Instituto San Isidro que, por aquel entonces (estamos hablando de los primeros años ochenta) conservaba gran parte del prestigio que tuvo.  Había llegado ahí gracias a las gestiones que hicieron en mi primer colegio, Virgen de Ronte, que era casi como una extensión de casa y donde recibí un trato que recuerdo como cariñosísimo de los profesores, y especialmente de la dueña y directora, Petra Maestro, que dedicó junto a sus hijos, José y Maite, su vida a la enseñanza. Así que terminado mi octavo de E.G.B. rellenaron la pertinente solicitud por mí y en septiembre de 1982 me planté en la Calle de los Estudios, y allí cursé B.U.P y C.O.U. hasta 1986.

Fueron años de alegría, de juventud, de música, de amistad y de muchos amores. Recuerdo la hora del recreo, un poco antes del mediodía, en que nos escapábamos a los billares de San Millán, o a la desaparecida panadería del chaflán de Cascorro con Duque de Alba, donde comprábamos las cuñas de chocolate o los chuscos de pan que rellenábamos con fiambre de la charcutería de la esquina de enfrente. O los improvisados conciertos de aquel taciturno muchacho del que no recuerdo el nombre, que estaba un curso por encima del mío, y que tocaba la guitarra de forma tan envidiable. Recuerdo a Gonzalo Martín, que vino conmigo del colegio, y fue amigo y compañero durante los dos primeros cursos y del que luego perdí la pista totalmente; a Gustavo Repullés, Ginés Hernández, Carlos Carralero, Antonio González, Alberto Panadero, Mariano Sancho Blanco, Jorge Espinoso, Avelino Casas, Salvador Victoria… y tantos otros.

No puede decirse que fuese un buen estudiante, más bien al contrario. Me encantaba perderme por el Madrid de los Austrias, por las callejas y las tabernas, emulando a Galdós en lo ocioso. que no en lo literario. y me aplicaba lo justo para sacar las asignaturas “por los pelos” y, aun así, no siempre lo conseguía, y en más de una ocasión arrastraba alguna hasta septiembre. No llegué nunca a repetir, mi pereza estudiantil remitía en ese último momento e hincaba los codos un poco más para no quedar rezagado. A pesar de mi poco lustre académico, guardo un cariñoso recuerdo de mis maestros; entre los nombres que no he olvidado y que ya nombré en Magister et Amicus: René von Aboult, excelente maestro multidisciplinar, que me inició en el interés por la filosofía; Alfonso Bullón de Mendoza, Isabel Belmonte y Manuel Chaguaceda, con los que estudié historia; Josefina Marqueríe, de dibujo; Mª Ángeles García Weruaga, que confirmó mi vocación filosófica y me animó a estudiar la carrera; Carmen Arróspide, que toleró con infinita paciencia mi poco talento para las ciencias físicas; Elena Díaz Felipe, que consolidó mi amor por el Francés; Rosario Aguado; que intentó con infinito optimismo, que nos entusiasmase Commentarii de bello Gallico; Enrique Avilés, Fernando Fandiño, Antonio Romero y Rosario Lozoya, que me impartieron lengua Española y Literatura, y despertaron el amor que siento por las palabras; y Mª Ángeles Martin, que desde su cátedra de Griego, me ayudó a comenzar la vida de adulto que tenía enfrente.

Recuerdo el año de 3º, que el instituto pasó a ser mixto, y como las aulas y los pasillos se llenaron de muchachas, lo que supuso un extra de alegría para las no ya poco revueltas hormonas. Teresa, Eva, Raquel, Nieves, con qué facilidad me enamoraba…
En uno de esos proverbiales recreos, esta vez en el histórico claustro, en la puerta de lo que entonces era la cantina, estaba un día ya de final de curso, intentando declarar a Laura Gómez Román mis sentimientos hacia ella, y en ese momento me pareció una gran idea (iluso de mí) utilizar alguna frase romántica de una zarzuela que ilustrase tan decisivo momento y no se me ocurrió nada mejor que reinventar el final de la escena de Cándido y Gorgonia de La Revoltosa (que es bastante poco romántico) y le dije:

Si no me quieres como quiero que me quieras
o no tiés corazón o lo tiés de bronce u peña.

Ni que decir tiene que, aunque contuvo la risa de forma magistral, la muchacha no se sintió especialmente cautivada por mi forma de intentar ligar y aquel proyecto de romance no prosperó. Pero quiso la casualidad que presenciase la escena mi profesor de matemáticas, Enrique de Vicente, que terminaba su café a puerta de la cantina, y me pregunto, curioso, cómo es que yo conocía el texto de La Revoltosa. Le conté que había escuchado zarzuela desde siempre en casa y que, de hecho, ya cantaba en alguna compañía. A él, que era aficionado al género, le resultó extraordinario que un muchacho de dieciséis años, alumno suyo, tuviese relación con la lírica, y que la usase (aunque fuese de forma tan deslucida) para aquellos menesteres. Enseguida me preguntó cuáles eran mis planes para el futuro, qué iba a estudiar y a qué me iba a dedicar, a lo que respondí que no estaba seguro

–Algo de letras y, muy probablemente, música y canto-.
Me miró fijamente durante unos segundos, escrutando que había de verdad en lo que le estaba diciendo.
- ¿Nada relacionado con las matemáticas, ni con la física ni con las ciencias? -,
- Seguro que no, lo prometo-.    
- Está bien, entonces pasarás el examen de matemáticas-.

Unos días después nos dieron las notas de los exámenes y, misteriosamente, aprobé el examen de matemáticas de 3º de BUP, con un cuatro escaso; siempre he pensado que gracias a mi torpeza manejándome con las chicas y, sobre todo, a los libretistas José López Silva y Carlos Fernández Shaw y a la afición a la zarzuela de aquel profesor del San Isidro. Algunos años después, en una conversación casual, me enteré de que Laura era sobrina de José Antonio Román, contrabajista y compañero de infinidad de funciones y temporadas, sobre todo con la Compañía Lírica Española de Antonio Amengual.

Y es que el mundo es un pañuelo, o mejor: un sainete.

® Enrique R. del Portal, 2022



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